martes, 25 de enero de 2011

¿Los ricos son felices?

dinero-y-negocio.jpg


























Me gustaría leer un libro en el que se investigara la vida de todas las personas que algún día se hicieron ricos de forma inesperada (con una lotería, una herencia o cualquier otro golpe de suerte fortuito). Bucear en sus biografías más íntimas a fin de clarificar de una vez por todas aquello de que “los ricos también lloran.
Hasta que alguien se anime a escribir un libro así, podemos recurrir a algunos datos para saber si realmente los ricos son felices. O, al menos, son más felices que los no ricos.

Diversas investigaciones han sugerido que el dinero no la felicidad (¿acaso hay algo que da LA felicidad?), sino subidones de euforia que duran poco tiempo: a la larga, quienes han ganado mucho dinero, acaban regresando al nivel de felicidad que ya tenían de partida (hasta cierto punto, la felicidad general viene impuesta por los genes).

Así pues, ¿no importa si tenemos dinero? Importa hasta cierto punto. Si la falta de dinero no nos permite alcanzar los niveles mínimos de supervivencia (alimentación, vivienda, etc.), entonces la falta de dinero nos hace infelices. Pero una vez tenemos determinada suma de dinero para sobrevivir y tener las necesidades básicas cubiertas, tener más dinero no incrementa nuestro grado de felicidad: una persona que gana 3.000 euros al mes es tan feliz, en principio, como una persona que gana 30.000 euros al mes.

En psicología, se entiende por “adaptación” el proceso de habituarse a algo de tal manera que acaba siéndonos familiar. Nuestras circunstancias son importantes, pero a menudo, gracias a la adaptación psicológica, importan menos de lo que cabría esperar.
dinero.jpg

Todo lo he leído, por ejemplo, acerca de ganar la lotería está encaminado hacia una misma dirección: no cambia realmente la vida de las personas.
No sólo tendría que ahuyentar a los “amigos” perdidos hace tiempo que de pronto saldrían vete a saber de dónde, sino que además tendría que hacer frente al inevitable hecho de la adaptación: el arrebato inicial no duraría porque el cerebro no lo permitiría.
Por ejemplo, un estudio reciente ha sugerido que la gente que gana más de 90.000 dólares al año no es más feliz que la que está en la franja entre los 50.000 y los 89.999 dólares. Un reciente artículo de The New York Times describía un grupo de apoyo para multimillonarios.
Otro estudio informaba de que si bien la renta familiar media en Japón se incrementó por un factor de cinco entre 1958 y 1987, el nivel de felicidad manifestado por la población no cambió en absoluto; pese a toda esa renta de más, no hubo más felicidad. (…) A menudo los nuevos bienes materiales aportan un enorme placer inicial, pero pronto nos acostumbramos a ellos; al principio, puede que sea una experiencia extraordinaria conducir ese Audi nuevo, pero al final, como ocurre con cualquier otro vehículo, será un simple medio de transporte.
Esto tiene mucho sentido desde el punto de vista de la evolución: si nuestros antepasados hubieran alcanzado una felicidad absoluta o un nirvana con alguno de sus logros (un cueva confortable, una casa de adobe caliente, una plantación de cereales suficiente, etc.), sencillamente la humanidad se hubiera quedado estancada en ese punto, porque, si ya estamos bien, ¿para qué seguir buscando nuevos horizontes?
A todo esto, además, hay que sumar otro factor: cuantas más cosas son las que podemos conseguir (normalmente porque las tienen los demás), mayor es nuestra ansiedad (y por tanto infelicidad) por conseguirlas. En otras palabras, no importa la riqueza absoluta, sino la renta relativa.
La mayoría de la gente preferiría ganar 70.000 dólares en un empleo donde el ingreso medio de sus compañeros de trabajo fuera de 60.000 dólares, a ganar 80.000 dólares en un empleo donde el ingreso medio de sus compañeros de trabajo fuera de 90.000. Conforme aumenta la riqueza total de una comunidad, se incrementan las expectativas individuales.

http://www.genciencia.com/psicologia/los-ricos-son-felices

Ojos que no ven, bolsillo que no siente (y II).



















La idea que os quiero transmitir de Vanuatu es parecida a la que transmitían las poblaciones indígenas de Norteamérica en el siglo XVI. Una sociedad materialmente modesta pero espiritualmente plena. Los indios de aquella época estaban unidos en comunidades pequeñas, igualitarias y pacíficas. Eran tan frugales que incluso el jefe de la tribu apenas podía poseer más que una lanza y unas pocas vasijas. Con la llegada de los primeros europeos, sin embargo, los indios entraron en contacto por primera vez con el lujo, el confort y la tecnología europeos.

En pocos años, los indios pasaron de vivir en armonía con la naturaleza y fomentar las relaciones entre los miembros de la tribu a anhelar joyas, alcohol, rifles, abalorios, espejos y demás posesiones materiales. Como indica Alain de Botton en su libro Ansiedad por el estatus:
Hacia 1690, el naturalista inglés reverendo John Banister informaba de que los indios habían sido tentados lo suficiente por los tratantes como para querer “muchas cosas que antes no quería, porque nunca las habían tenido, pero que ahora, a causa del comercio, les resultaban muy necesarias”. Dos décadas después, el viajero Robert Beverly observó que “os europeos han introducido el lujo entre los indios, lo cual ha multiplicado sus ambiciones y les ha hecho desear mil cosas con las que antes ni siquiera soñaban”. Por desgracia, esas miles de cosas, a pesar de buscarse tan ardientemente, no parece que aumentaran la felicidad de los indios. (…) Los índices de suicidio y de alcoholismo se incrementaron, las comunidades se fracturaron, había facciones que luchaban entre sí por hacerse con el botín europeo. (…) Se escucharon profecías que indicaban que los indios serían exterminados si no dejaban de depender del comercio. Pero era demasiado tarde. Los indios, que no eran diferentes en su estructura psicológica del resto de los seres humanos, sucumbieron a los fáciles atractivos de las chucherías de la civilización moderna y dejaron de escuchar las calladas voces que les hablaban de los sencillos placeres comunitarios y de la belleza de los cañones vacíos durante el crepúsculo.


¿Cuál es la cura? Probablemente, ninguna. Pero hay estrategias. Las clases bajas de la edad media no eran más infelices que nosotros por dos razones: primero porque creían que su clase social estaba impuesta por sangre y porque en el Cielo serían restituidas sus penurias. Segundo, porque ni siquiera sospechaban las comodidades y riquezas de las que disfrutaba la nobleza.

La primera razón es difícil de adoptar por nosotros, que ya hemos asumido que vivimos en una sociedad basada en la meritocracia (o eso es lo que nos dicen) y no tanto en una basada en los apellidos.
Así pues, debemos centrarnos en la segunda. En un mundo mediático como el nuestro, en que somos bombardeados continuamente con los lujos y comodidades de los famosos y de las clases sociales estratosféricas, es difícil abstraerse de tanto oropel para regresar a la grisácea rutina diaria. Pero desde la psicología se recomienda que intentemos, en la medida de lo posible, que nuestro círculo social posea un rango salarial, un estilo de vida y, en definitiva, un estatus similar al nuestro o no demasiado disparejo.

Es un parche. Pero ayuda. Porque, en gran medida, ojos que no ven, bolsillo que no siente.

http://www.genciencia.com/psicologia/ojos-que-no-ven-bolsillo-que-no-siente-y-ii

Ojos que no ven, bolsillo que no siente (I).


















Siguiendo el hilo del post anterior, La infelicidad de quererlo todo, quisiera aclarar algunos puntos. Lo que produce frustración en el ser humano no es la pobreza (sólo la extrema) ni la riqueza. El dinero no da la felicidad (¿acaso algo da LA felicidad?), sólo proporciona dosis de efímeras de felicidad (como todas las cosas de este mundo: nuestro cerebro es elástico en cuanto a la asimilación de la felicidad por mera supervivencia: sólo el anhelo de felicidad provoca que nos movamos).

Así pues, una vez superado el umbral de tener las necesidades básicas cubiertas, más o menos dinero o posesiones no repercutirá ostensiblemente en nuestro grado de felicidad a largo plazo. Hay interesantes experimentos al respecto cuyos sujetos habían sido recibido grandes premios económicos en algún juego de azar.

Lo que produce ansiedad y zozobra, la ansiedad y zozobra en la que se halla inmersa gran parte de la sociedad del primer mundo, es la inmensa oferta disponible, que sólo puede ser adquirida en una ínfima porción. Saber que uno podría vivir mejor o tener tantas cosas como el vecino es lo que produce que uno se sienta más infeliz con lo que ya tiene: cree que está siendo objeto de un agravio comparativo.

Si hacemos caso a la medición del Índice de Planeta Feliz (HPI) divulgado en 2006, el arcoiris nace en el Pacífico Sur, a 1750 kilómetros al este de Australia, en un archipiélago compuesto por 83 islas llamado Vanuatu.

La medición no basa en la cuota de sonrisas que sus ciudadanos dispensan al prójimo sino en la fórmula siguiente: Bienestar (cultura, gastronomía, etc.) por Esperanza de Vida dividido por Impacto Ecológico. El resultado de Vanuatu es de 68,2. España, con un 43, ocupa el puesto 97. El ideal máximo sería una cifra bastante inalcanzable incluso para Vanuatu: 83,5.



Vanuatu no posee ejército permanente, ha logrado preservar sus playas, su flora y su fauna; sus habitantes viven un promedio de 68,6 años. En algunos sentidos incluso es un país moderno, aunque algunas islas, como Tanna, que está poblada íntegramente por melanesios, mantienen una vida más tradicional. Las aldeas que propugnan esta clase de vida se conocen como kastom (del inglés custom, costumbre), y allí quedan prohibidos los inventos modernos, los hombres se adornan la entrepierna con un falo construido por un calabacín hueco y seco, usan camisas de césped y los niños no van a la escuela.
Da la impresión de que sea un lugar edénico. Aunque en Vanutu también hay catástrofes y el nivel de vida no es muy alto, parece que a sus ciudadanos no les importa.

http://www.genciencia.com/psicologia/ojos-que-no-ven-bolsillo-que-no-siente-i

La infelicidad de quererlo todo.


I Want It All, que decía Queen. Pero ¿estaban equivocados? A la luz de ciertos estudios, en parte. Querer cada vez más, quererlo todo, es lícito, e incluso puede ser sano: después de todo, como especie hemos evolucionado en parte gracias a ese anhelo por poseer.

Pero el problema surge cuando empezamos a tener demasiadas cosas o, aún peor, cuando nuestra autoestima depende de la obtención de esas cosas y nuestras expectativas son demasiado elevadas.


Hoy, pues, voy a hablaros del problema del estatus y la autoestima.

Nuestros objetivos determinan lo que interpretamos como triunfo y lo que debemos considerar como un fracaso. William James( 1842-1910), profesor de psicología de Harvard, ha dedicado toda su carrera a convertirse en un psicólogo preeminente. (De hecho, James es el primer investigador que analizó metódicamente el fenómeno de la autoestima). Por lo tanto, según él mismo admite, puede llegar a sentir envidia e incluso vergüenza si se encuentra con otras personas que saben más psicología que él, o peor aún: si no son psicólogos de profesión pero atinan con alguna reflexión más allá de sus reflexiones.

Sin embargo, James nunca se ha propuesto aprender griego antiguo, de modo que si conocía a alguien que era capaz de traducir perfectamente los clásicos griegos podía sentirse impresionado, quizá, pero raramente amenazado en su estatus. “Sin intento no puede haber fracaso y sin fracaso no hay humillación”.

Nuestra autoestima depende por completo de en qué basamos nuestras acciones y nuestros intereses. Cada uno de nosotros participa en carreras distintas, aunque haya medallas comunes. Nuestra autoestima está determinada por la proporción existente entre nuestras realidades y nuestras supuestas potencialidades.

Por lo tanto, cualquier aumento de nuestras expectativas también conlleva un incremento del peligro de humillación. Para determinar nuestras posibilidades de lograr la felicidad es crucial saber qué consideramos normal.



Así pues, existen dos estrategias para aumentar nuestra estima. La primera y más obvia consiste en tratar de conseguir más cosas. La otra, reducir el número de las que queremos lograr. James señala las ventajas del segundo enfoque:
Renunciar a las pretensiones es un alivio tan bendito como verlas cumplidas. En el corazón surge una extraña ligereza cuando aceptamos de buena fe nuestra propia insignificancia en una determinada área. Qué placentero es el día en que renunciamos a tratar de ser jóvenes o delgados. “¡Gracias a Dios!, nos decimos, “esas ilusiones se han ido”. Todo aquello que añadamos al sujeto es un peso tanto como un orgullo.
Parece que la vida, a este respecto, deba parecerse a la del burro que persigue esa zanahoria que cuelga siempre a unos centímetros de su belfo. Lo peor que le puede pasar al burro es que finalmente logre alcanzar la zanahoria, pues ya no tendrá qué perseguir. Lo mejor: que el burro sea capaz de vez en cuando de no mirar la zanahoria.

http://www.genciencia.com/psicologia/la-infelicidad-de-quererlo-todo

La felicidad es elástica.





De la misma manera que una persona perpetuamente infeliz no es biológicamente factible, tampoco lo es una persona perpetuamente feliz (no buscaría maneras de mejorar su existencia y, por tanto, de progresar en un mundo cambiante y amenazador). Así pues, la búsqueda de la felicidad se asemeja un poco a la zanahoria que cuelga siempre a unos centímetros del belfo del asno.

La felicidad duradera es una quimera.

Muchos estudios, además, sugieren que nacemos con algo así como una cuota de felicidad determinada por el ADN. Podemos sufrir subidones de felicidad (encontrar pareja, ganar la lotería, etc.) o bajones de felicidad (quedarse sin trabajo, etc.), pero no tardaremos en regresar al nivel de felicidad después de este tipo de acontecimientos.

Así que nada proporciona La Felicidad. Ni siquiera los tan cacareados como el dinero, el amor o la salud.
En realidad, el seguimiento de personas que han ganado la lotería y de pacientes con daños en la médula espinal revela que, al cabo de un año o dos, esas personas no son más felices ni más tristes que los demás. Nuestra sorpresa al saber esto proviene en parte de nuestra incapacidad para darnos cuenta de que hay cosas que no cambian. La persona que gana la lotería seguirá teniendo parientes con quienes no se lleva bien y quienes sufren una parálisis se seguirán enamorando.
Como el psicólogo Daniel Gilbert ha demostrado, cuando pensamos en las cosas que podrían suceder, tendemos a centrarnos sólo en lo más evidente. Además, no tenemos en cuenta nuestra capacidad para adaptarnos a las circunstancias.

¿Entonces estamos atrapados en nuestra propia espiral genómica de felicidad? Hasta cierto punto. Podemos esforzarnos por cambiar nuestra concepción de la felicidad, por ejemplo.
Los estudios de gemelos idénticos y no idénticos demuestras que los gemelos idénticos tienen mayor tendencia a exhibir el mismo nivel de felicidad que los gemelos fraternos o los hermanos. Los genetistas de la conducta han empleado estos estudios para calcular cuántos genes importan y han llegado a la conclusión de que la felicidad duradera depende de un cincuenta por ciento de la idea fija que de la felicidad tenga la persona (y si la ha hecho realidad), en un diez por ciento de sus circunstancias (por ejemplo, dónde vive, cuánto dinero tiene, cuál es su estado de salud) y en un cuarenta por ciento de lo que elige pensar y hacer. Por supuesto, nuestras experiencias en la vida pueden cambiar nuestro estado de ánimo durante un tiempo, pero en la mayoría de los casos estos cambios son transitorios.

http://www.genciencia.com/genetica/la-felicidad-es-elastica

Seleccionamos a nuestros amigos, en parte, por sus genes.

















Nicholas A. Christakis y James Fowler, autores de Conectados, del que he extraido muchos artículos publicados en Genciencia acerca de cómo escogemos a los amigos y cómo éstos influyen en nuestro estilo de vida hasta límites insospechados: salud, felicidad, hábitos, ideología, etc., han vuelto a la palestra con un nuevo experimento que sugiere que los genes influyen a la hora de forjar nuestro círculo de amistades.

Para realizar el estudio, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, analizaron marcadores genéticos en 6 genes y compararon su semejanza en individuos que tenían una amistad y en aquéllos que no tenían ninguna relación, usando información procedente de dos estudios independientes de salud estadounidenses. Estas bases de datos contenían información detallada de varias secuencias del genoma de los individuos y también de sus redes sociales.

Nicholas Christakis, investigador de la Universidad de Harvard y coautor del trabajo, asegura además que en términos evolutivos puede ser beneficioso tener amigos con un patrón genético similar. Por ejemplo, si varios amigos son menos susceptibles a infecciones bacterianas, la salud del grupo aumentará.
Los resultados del estudio mostraban de forma clara que la unión de los grupos humanos en función de su base genética excede la que sería esperable sólo por criterios de estratificación poblacional o de localización en la misma área geográfica. Por ejemplo, los investigadores descubrieron que los individuos que portaban el marcador DRD2 (asociado con el alcoholismo) tendían a ser amigos de otros positivos en DRD2, mientras que quienes carecían del gen lo eran de los individuos negativos para este marcador.
Por otro lado, las personas que tenían un gen asociado con una personalidad abierta tienden a ser amigos de quienes carecen de ese gen. Y aquellos predispuestos genéticamente para ser líderes, tienden a unirse con individuos cuyo ADN está asociado con ser seguidores.

http://www.genciencia.com/genetica/seleccionamos-a-nuestros-amigos-en-parte-por-sus-genes

Por qué la música está tan alta en algunas tiendas y cómo la música nos hace perder el control

89227.jpg

















A veces, con aires de antropólogo (e incluso de entomólogo, en algunos casos), he cruzado el umbral de una de esas tiendas de ropa joven y cool, de colores llamativos, precios escandalosos y tallas pequeñas (y en algunos casos, encefalograma plano tanto de vendedores como de clientes: parecen recién salidos de un after hours).

Lo que más me ha llamado la atención de estos lugares (no diré nombres, seguro que todos sabéis a cuáles me refiero), es su clara vocación de discoteca: la luz es tenue, hay focos de colores apuntando a lugares estratégicos y, sobre todo, suena una música estentórea y generalmente muy rítmica, en plan tam-tam de las galeras o de las tribus perdidas.

¿Qué necesidad hay de que uno vaya de tiendas como si fuera de discotecas? ¿Por qué la música está tan alta? La respuesta sencilla es que la música alta erosiona nuestro autocontrol. Es decir, compramos de forma más compulsiva cuando tenemos banda sonora atronando en los oídos, como en las películas.

Como ya os expliqué en La música: una droga tonificadora y legal (I) y (y II) o en El secreto de la música de los centros comerciales, somos criaturas muy influenciables por las notas musicales.

Los efectos del hilo musical en el consumidor están tan asumidos que ya no se discuten ni siquiera si tienen efectos o no, sino qué efectos se deben potenciar o no para alcanzar las mejores ventas. El psicólogo David Hargreaves lo explica así:
Según la mayoría de la gente, el tiempo vuela cuando te estás divirtiendo… pero si te gusta la música y te concentras en ella, el tiempo pasa más lentamente. La música que no te gusta hace que el tiempo se contraiga y la música hace que la percepción del tiempo aumente. Al vendedor se le plantea un dilema: ¿es preferible utilizar la música para hacer más agradable la tienda o para hacer sentir a la gente que el tiempo pasa rápidamente?
Kathleen Vohs, profesora de marketing de la Universidad de Minnesota:
La sobrecarga hace que la gente tome decisiones de un modo menos deliberado.
Julian Treasure, responsable de Sound Agency:
Con un sonido inapropiado, las tiendas pierden hasta un 30 % de sus ventas. (…) Los sonidos afectan a la secreción de hormonas, a la respiración, al ritmo cardiaco y a las ondas neuronales.
Según apunta Rafael Muñiz en el libro Marketing en el siglo XX, la música lenta provoca que la clientela se entrega más en la tienda:
Su permanencia en el establecimiento se alarga, con lo que también se incrementan las posibilidades de que compren más.
Todo muy irónico si tenemos en cuenta que, según la OMS, el ruido mata en el mundo a 200.000 personas cada año. Sin embargo, no lo puedo evitar: soy más productivo cuando hay ruidos a mi alrededor que en silencio absoluto.

http://www.genciencia.com/psicologia/por-que-a-musica-esta-tan-alta-en-algunas-tiendas-y-como-la-musica-nos-hace-perder-el-control